¿Y ahora quién respalda a los ciudadanos?
Parece que las votaciones se ejecutan con el mismo sentimiento que mueve a las religiones: el de la fe invariable en aquello que «los nuestros» dicen. Y para acomodar el culo propio. El resto sobra, queda excluido; los demás son aquellos sujetos molestos y perversos, claramente el enemigo.
Al amparo de la alternancia de cuadrillas en el poder que tanto tiempo venimos padeciendo, unos votan al unísono para que no salgan los otros y estos harán lo mismo llegada la oportunidad. Entretanto, un montón de personas, millones de ciudadanos no dándose por aludidos, bajan la vista con resignación a la espera de la siguiente hornada de trepas con pasaporte para trincar.
Si continúas votando y defendiendo a personas imputadas en cualquier trama, estás haciendo un flaco favor a todos. Un político involucrado en algún tejemaneje sospechoso no puede estar en una lista electoral ni debe continuar representando a nadie, simplemente por cuestión de sentido común e higiene, que algo debería de quedarnos.
No es buena idea salvaguardar a los corruptos, ni justificable. Resulta irracional. No premies a quien desprecia la honestidad, no recompenses a los que carecen de escrúpulos. Recuerda que el de político es un oficio de gestión de lo público, que pertenece a todos. ¿O es que hemos dejado de atender el sentido originario de conceptos tan básicos como Res publica y Demo-cracia?
Existe siempre un riesgo con los que en virtud de un cargo de gestión decisorio obtienen acceso a fondos generales pero que puestos ahí, que medrar sea la norma prioritaria en este país no debemos consentirlo más. Basta de fomentar tales prácticas, basta de reverenciar al pícaro y al cacique. No puede ni debe seguir aumentando la distancia entre gestores y gestionados. Ahora si que no podemos permitirnos ese lujo.
Engañar al prójimo puede constituir todo un arte pero su naturaleza verdadera es delictiva, una estafa a la democracia por mucho talento y sofisticación que albergue. Sembrar el campo de trampas y tapaderas distrae de los problemas verdaderos, una vieja añagaza. La corrupción es tan profunda en este país que ha deteriorado por mucho tiempo los fundamentos de la democracia y de nuestra propia convivencia.
Ahora mismo, mientras intentamos tirar del carro de nuestras cada vez más difíciles vidas, abrumados por unos recortes que no nos corresponden, viejos políticos a los que hemos gritado y afeado su comportamiento, preparan un retiro de oro entre reconocimientos públicos y pasan a calentar el butacón amigo de alguna poderosa junta directiva o a disfrutar de pensiones que tú no puedes ni soñar y de indemnizaciones millonarias pese a gestiones escandalosas.
Al mismo tiempo, los nuevos cachorros se cuelan por el fondo de la sala, van ocupando los huecos que los otros dejaron y reemprenden un camino que garantiza la perpetuación de la casta política.
Este modelo que permite campar a su anchas a una agrupación ineficaz con mayoría representativa sólo sirve para asentar una serie de malas prácticas. ¿Ahí acaba la democracia? No, hay que implicar a muchas más personas y liberarse de lacras, de la falsa separación de poderes, del tráfico de influencias, del mantenimiento de ejércitos de paniaguados, de nombramientos a dedazo, de despilfarro institucional.
Somos nosotros quienes hemos de ocuparnos de pararles los pies, recordarles que los estamos observando. Ellos no se autorregulan. Tendremos que desentrañar entre todos las cagadas de los políticos, los medios de comunicación no las destapan porque han perdido la independencia.
Nadie nos va a prohibir que lo intentemos. No consintamos seguir recibiendo clases magistrales de impunidad. El tiempo de los tontos ha terminado.