Salutaciones, procrastinadores
Procrastinación: (del latín procrastinare: pro, adelante, y crastinus, referente al futuro) significa sencillamente aplazamiento. Es decir, consiste en diferir el cumplimiento de una obligación o el desarrollo de una acción.
Este término un tanto malsonante e imposible de pronunciar bien con 4 jarras de cerveza en el estómago, está contemplado por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y ahora parece tomar mayor y rabiosa actualidad.

Con frecuencia recurrimos a la palabreja en muchos rincones para lamentar la acumulación de tareas mientras tú estás a otras cosas. Dejadez, pereza, desmotivación … Es como si incubásemos un síndrome que nos empuja a abordar nuevas empresas sin haber terminado las anteriores.
El fondo de la cuestión me interesa porque afecta en mayor o menor medida a todo el mundo. Las personas perciben a diario con inquietud que no les cunde y solemos caer en la tentación de matar el tiempo con algo estúpido, posponiendo hasta el límite tareas que importan de verdad. Ello evidentemente empeora las cosas, aumenta la ansiedad y el complejo de culpa se adueña de uno.
Aunque puede constituir todo un arte, entre la fauna apegada a las nuevas tecnologías procastrinar puede resultar dramático. Delante de la pantalla se imponen obligaciones profesionales a diario, sin embargo un proyecto nuevo que llega, una prioridad impuesta mientras que otro estímulo externo te distrae, un recuerdo invasor, una incidencia atascada, actualizaciones imprevistas…
Y es entonces cuando arremangado en plena faena descubres con horror que no avanzas, no estás siendo nada productivo. Se te ha comido el tiempo y cuando al fin logras culminar algo, ahora ya carece de importancia o resulta obsoleto. O quedó imperfecto. O a nadie le importa.
Incluso si todo pinta favorable y dispones de buen ánimo, si no hay otras interferencias (salvo uno mismo, claro), te comunican que no cumplís plazo. ¿No será que continuamente encontramos cosas mejores que hacer?.