Podéis amar a Picasso o a Modigliani a través de mi

El escritor Clifford Irving describe así­ a Elmyr de Hory a su llegada a la isla de Ibiza, en el verano de 1961:

«Llevaba un monóculo pendiente de una cadena de oro, sus jerséis siempre eran de Cachemira (…) Lucí­a reloj de pulsera de Cartier y se sentaba al volante de un descapotable Corvette Sting Ray de color rojo. Era, así lo hizo saber, un coleccionista de obras de arte».

Aunque este hombre elegante no trabajó en su vida, aún se le considera como el falsificador más grande de la Historia, capaz de colar como auténticos durante años un millar de obras de grandes artistas: Picasso, Modigliani, Matisse, Renoir, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Chagall…

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Este genio de la falsificación había nacido en 1906 en Budapest como Elemér Albert Hoffmann, hijo de aristócratas de origen judío venidos a menos. A los 18 años ingresó para estudiar arte en la Academia Heinmann de Munich y en 1926 se trasladó a Parí­s para matricularse en la Académie de la Grande Chaumière, donde estudió con Fernand Léger.

Por entonces se había acostumbrado a vivir bien, inclinación persistente que nunca le abandonó.

Estaba decidido a ser un artista en el Parí­s de Matisse, Derain y Picasso pero la II Guerra Mundial lo trastocó todo.

Encarcelado por los alemanes por su doble condición de judío y homosexual, es conducido a Alemania y en un interrogatorio la Gestapo le rompe una pierna. Trasladado a un hospital de las afueras de Berlí­n, logró escapar de la manera más tonta: un día vio que habían dejado la puerta abierta y simplemente se marchó. Consiguió llegar a Budapest y allí permaneció hasta el final de la guerra.

Tras el conflicto regresa a Parí­s pero ahora es un pintor pobre que ha dejado atrás su juventud.

Estamos en 1946. Una amiga noble y multimillonaria, Lady Campbell, se fijó en un dibujo que él había hecho en 10 minutos y lo confundió con un Picasso. Desconcertado, Elmyr se lo vendió.

«Fue tan fácil que no podía creerlo. Ni siquiera me sentí culpable, era una cuestión de supervivencia».

Pronto recorrió Europa vendiendo falsos Picassos a las galerí­as de arte, alegando que eran lo que quedaba de la herencia de su familia, con lo cual obtuvo ganancias suficientes para vivir bien. Amplió sus falsificaciones para incluir obras de Matisse, Modigliani, Degas y Renoir y dio el salto a América.

Lo cierto es que a lo largo de su carrera y de vez en cuando, Elmyr de Hory intentaba dejar de hacer falsificaciones y crear obras de arte originales pero nunca pudo encontrar un mercado para su trabajo, lo que le hizo volver una y otra vez a la lucrativa actividad clandestina.

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Debido a que dicha actividad comenzaba a despertar sospechas entre grandes marchantes de arte, Hory se vio obligado a emplear diferentes seudónimos y a cambiar de estrategia escurriéndose con rapidez entre Nueva York, Chicago, Los Angeles, Texas, Miami o México.

En Texas tuvo un éxito inmediato con los nuevos magnates de la industria petrolí­fera, ansiosos de cultura inmediata. «Yo era una gran atracción», recordaba Elmyr:

«Me gustaba Texas y me gustaban los americanos. Me sorprendía lo generosos y sencillos que eran todos».

En los años 50 empezó a vender por correo a museos de arte moderno y galerí­as de todo Estados Unidos. A menudo retení­an las obras durante semanas mientras buscaban asesoramiento de expertos pero el resultado finalmente resultaba positivo.

En 1959 Elmyr decide huir de América. En 13 años allí­ se habí­a convertido en el falsificador más prolí­fico y de mayor éxito de la historia. Sus obras colgaban en las paredes de numerosos museos e instituciones.

Había viajado tanto y utilizado tantos alias que nadie, ni siquiera los escasos marchantes que estaban detectando alguna de sus falsificaciones, se encontraban en condiciones de imaginar la magnitud de su trabajo. En 1961, cansado de problemas eludiendo la justicia, desembarca en la isla de Ibiza, de donde ya no se movería.

Una vez allí y unido a dos jóvenes manipuladores, Legros y Lessard, el negocio siguió prosperando.


En el año 1962 Elmyr asimilaba las técnicas al óleo de grandes pintores mientras sus socios vendían su obra por Parí­s, Nueva York, Chicago, Suiza y el sur de Francia. Al año siguiente recorrieron Rí­o de Janeiro, Buenos Aires, Ciudad del Cabo, Johannesburgo y Tokio.

Las hazañas del trío se sucedían sin descanso. Según contaba Elmyr, Legros llegó a enviar una de sus obras a Picasso para que certificara su autenticidad. Éste, que no estaba totalmente seguro, preguntó: «¿Cuánto pagó el marchante por él?». Le dieron una cifra fabulosa, 100.000 dólares, y Picasso dijo: «Bueno, si han pagado tanto, debe de ser auténtico».

En Tokio, Legros vendió al Museo Nacional de Arte Occidental tres piezas sobre las que el mismísimo ministro francés de Cultura, André Malraux, fue invitado a dar su opinión. Comentó que los precios eran muy razonables para unas obras de tal categoría.

El multimillonario Meadows, magnate del petróleo y poseedor compulsivo de obras de arte, les compró en dos años: 15 Duffys, 7 Modiglianis, 5 Vlamincks, 8 Durains, 3 Matisses, 2 Bonnards, un Chagall, un Degas, un Laurencin, un Gauguin y un Picasso.

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Paradójicamente, Elmyr apenas recibía unos cientos de dólares al mes, mal y tarde. «Teníamos que mantenerlo pobre, explicaría Lessard después, para que siguiera a nuestras órdenes».

La última etapa de su vida sería rocambolesca. Sus socios se enfrentan públicamente hasta terminar en los tribunales de varios paí­ses. Eso afectó a Elmyr, cuyos trabajos perdieron calidad. Algunas de sus obras despertaron sospechas y pronto el nombre de Fernand Legros empezó a estar comprometido.

Tantos escándalos acabaron escamando al magnate texano Meadows, quien pidió asesoramiento de cinco expertos. La conclusión fue inapelable: 44 de sus cuadros no eran originales. Meadows se convirtió, según un periodista, en «el hombre que posee la mayor colección de falsificaciones del mundo«.

En Ibiza entablarí­a amistad con muchos ibicencos y residentes extranjeros pero las autoridades españolas pusieron la vista sobre él y se le abrió una investigación a cargo del Tribunal de Vagos y Maleantes, siendo condenado a dos meses de cárcel por homosexualidad, convivencia con delincuentes y «carecer de medios demostrables de subsistencia».

Se suicidó en la isla de Ibiza el 11 de diciembre de 1976, poco después de recibir la noticia de que iba a ser extraditado a Francia para ser juzgado por falsificación y después de despedirse de algunos de sus amigos más í­ntimos de la isla.

Ni Picasso, ni Matisse, ni Degas, ni Cézanne. Parece que ningún gran artista de la pintura moderna tení­a secretos para Hory, quien vendió durante más de 30 años a museos, galerí­as de arte y coleccionistas de todo el mundo falsificaciones de los más grandes de la pintura sin levantar sospechas.


Orson Welles se inspiró en él para realizar una película-documental en 1974, F for Fake («F» de fraude) y hasta la revista Time le dedicó una portada.

La historia de Elmyr de Hory es la de una burla colosal, la de un pintor de gran técnica fuera del sistema que decide reí­rse de quienes le han apartado, la aventura de un pícaro que puso en jaque al mercado del arte con auténtica maestría. ¿Quién es ahora el verdadero artista?

Si nos atenemos a la leyenda, los mejores trabajos de Elmyr de Hory están repartidos por las principales colecciones y museos del mundo suplantando obras de Picasso, Matisse, Monet, Degas, Van Dongen o Modigliani.

Se dice, y el propio Elmyr aceptaba tal versión, que su escandaloso «caso» golpeaba directamente al establishment artístico rompiendo costumbres y maneras de ejercer en un mercado viciado, donde la firma del artista constituye el máximo valor de la obra más allá incluso de las virtudes o defectos que esta pudiera poseer y donde supuestos expertos ofician, en definitiva, como sumos sacerdotes de algo parecido a una secta.

Haber conseguido engañar a este fariseo entramado internacional del buen gusto durante décadas, tiene todo el mérito para Elmyr, quien ha pasado a la posteridad como uno de los mayores falsificadores, y cuya personalidad (temerario, histrión y vividor excéntrico) suscita todavía fascinación y controversia.

En una entrevista de 1973, Elmyr lanzaba un desafí­o: él no era un falsificador sino una ví­ctima.

«La palabra me desagrada, y además no la encuentro justa. Soy víctima de las costumbres y las leyes del mundo de la pintura. ¿El verdadero escándalo no es acaso el propio mercado? En un mero plano artístico, desearía considerarme como un intérprete. Al igual que se ama a Bach a través de Óistraj, se puede amar a Modigliani a través de mi».

Quién sabe si no se atesoran todavía muchos de sus fraudes por ahí…

A partir de una lectura.

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