Monsieur Corneta y el Escorial de los mares en la encrucijada de Trafalgar

«Señores, nos van a dar julepe por el centro». Marcial «Mediohombre», personaje del Trafalgar de B. Pérez Galdós (1873).

Fue la batalla de Trafalgar de 1805 uno de los combates más terribles y sangrientos que han visto los mares. Supuso el final de 300 años de dominación española sobre los océanos y abrió la etapa de la hegemonía naval británica.

Conjurado el viejo peligro español y barridas las posibilidades francesas, los ingleses extendieron entonces su dominio por todas las latitudes sin apenas encontrar oposición.

Basta dar un pequeño salto en el tiempo para comprender que el resultado de aquel enfrentamiento épico tuvo consecuencias en el colonialismo británico de Africa y Asia, así­ como en el despertar de los movimientos independentistas de Hispanoamérica a lo largo del S. XIX.

Algunos datos de cómo se fue cociendo esto

Trafalgar constituyó la mayor derrota naval para Napoleón Bonaparte. El célebre Nelson, pese a su victoria, perdió la vida. En sí­ misma, la batalla resultó un infierno para los que participaron y un baño de sangre que pudo haberse evitado.

The Battle of Trafalgar, pintura al óleo de Turner (1822)

España perdió 10 de los 15 barcos con los que luchó, con algo más de 1.000 muertos y casi 1.400 heridos; Francia 12 de sus 18 barcos, con 3.386 muertos y unos 1.162 heridos; en el bando inglés hubo 450 muertos y 1.243 heridos. Se hicieron en torno a 8.000 prisioneros. En buena parte de quienes sobrevivieron la mutilación fue un amargo corolario.

Entre los protagonistas de la contienda frente a las costas de Cádiz se contaba la flor y nata de los militares de la época, curtidos en el combate -en un tiempo en el que no eran raras las escaramuzas entre naví­os de distinta bandera- y al mismo tiempo hombres ilustrados a los que uní­a un nexo común: estaban versados en geografí­a, cartografí­a y otras ciencias.

Todo el saber e influencia que podí­an haber transmitido se fue a la mierda en pocas horas.

Grandes marinos fallecieron aquel dí­a o tiempo después a consecuencia de las heridas recibidas: Churruca, Alcalá Galiano, Gravina (fallecidos), Escaña, Álava, Hidalgo de Cisneros, Valdés (heridos graves)… Hoy sus nombres son poco más que placas en instituciones o calles de ciudades españolas.

A finales del S. XVIII la decadente monarquí­a española de Carlos IV está a merced de Francia, dirigida por un incontenible Napoleón.

Con el segundo Tratado de San Ildefonso firmado en 1796, los dos estados se comprometí­an a intervenir conjuntamente frente a Inglaterra, el primero de los enemigos para ambos y secular moscón cojonero de la flota española en sus viajes y relaciones comerciales con América.

Pintura de John Thomas Serres

España ansiaba además recuperar Gibraltar pero en cualquier caso el tratado la obligó a poner financiación y otros recursos en las ambiciosas campañas napoleónicas y la Armada Real en concreto quedaba a disposición para combatir a la flota inglesa, la cual también amenazaba las posesiones francesas del Caribe.

Las flotas ante la gran batalla

A la gloria de la Real Armada Española le quedaba a principios del S. XIX poco brillo. El último impulsor de una Marina moderna con astilleros eficientes, profesionales preparados, arsenales surtidos y medios, habí­a sido Carlos III pero con su sucesor Carlos IV la situación se degradó rápidamente y el declive serí­a irresistible en años siguientes.

Galdós pone en boca del gran Churruca la amargura del profesional ante la veleidosa polí­tica:

«Esta alianza con Francia y el maldito Tratado de San Ildefonso (…) serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».

Siendo precisos, España no perdió su flota en Trafalgar: aunque cayeron diez importantes buques en 1805 todaví­a contaba con 41 naví­os de guerra. Sin embargo en 1811 se redujeron a 26, en 1820 a 17 y en 1835 ¡a solo 3! ¿Cómo no habrían de independizarse la colonias en tan poco tiempo?.

Cuando acontece lo de Trafalgar la flota de guerra española está desactualizada, sin condiciones para sostener trifulcas serias (en este sentido los ingleses se habí­an posicionado muy por delante) y muchos buques languidecí­an en puerto. Incluso algunos capitanes españoles hubieron de sufragar de su bolsillo reparaciones en sus barcos. ¿Y qué decir de la impuntualidad en el pago a mandos y tripulaciones así­ como pensiones para sus viudas y huérfanos?

Triste panorama para unos oficiales que aún siendo ingenieros navales y cientí­ficos respetados viven pendientes del hilo de una paga a menudo retrasada.

En el sur peninsular una reciente epidemia de fiebre amarilla hace muy difí­cil la leva de tripulantes. El grueso de los marineros llamados a filas para la ocasión proceden de un reclutamiento apresurado entre gente ajena a la mar, por ejemplo artilleros de tierra acostumbrados al olor a pólvora pero que ante el vaivén del mar sólo podí­an marearse.

Antonio de Escaño, segundo jefe de la escuadra española a las órdenes de Gravina, escribió en un informe:

«Esta escuadra hará vestir de luto a la Nación en caso de un combate.»

Combate naval de Trafalgar, óleo sobre lienzo de Justo Ruiz (1890)

Gente insuficientemente adiestrada a cargo de armamento imperfecto, ¿podía algo empeorar la ecuación? Sí, un jefe que descontenta a todos: el almirante francés Villeneuve.

Hoy se sabe que una importante cuota de los mejores oficiales de la Armada francesa habí­a terminado sus dí­as bajo la guillotina o fue apartada del servicio durante los sucesos recientes de la Revolución. A lo mejor por eso otros llegaron tan alto.

Pierre Charles Silvestre de Villeneuve, jefe de la escuadra combinada y apodado por los españoles Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete, es alegremente saludado por los historiadores como prototipo de militar inepto, más perfectamente inepto cuanta más gente tení­a a su cargo.

Se ha comentado que Villeneuve recibió carta de Parí­s informándole de su sustitución por el Almirante Rosilly y que le dominó el pánico de tener que presentarse ante Napoleón como un fracasado. Una gran victoria serí­a el golpe de efecto necesario para rehabilitarse ante los ojos del emperador y enderezar así su carrera, aunque fuera a costa de las miles de vidas que tení­a a su cargo. De ahí­ el apremio por entablar batalla en contra del sentido común.

En contrapartida, la marina inglesa podí­a presumir de buques con muy buena dotación, tanto de armamento como de tripulantes. Poseí­an experiencia y movilidad y no se amilanaban a la hora de emprender tácticas audaces. La polí­tica británica era ambiciosa y contó con el prestigio de un almirante de renombre, Horatio Nelson.

Uniforme de Nelson

Al margen de ello también hay que recordar que de los héroes silenciamos muchas veces sus episodios más oscuros: unos años antes de Trafalgar Nelson perdió la mitad de sus hombres, casi todos sus barcos y un brazo en el intento frustrado de tomar Santa Cruz de Tenerife (1797). Los ingleses saben «olvidar» dónde perdió la extremidad superior una de sus más grandes figuras nacionales.

Se abren las hostilidades

En 1805 Napoleón sucumbe al mismo propósito que otros: quiere invadir Gran Bretaña. Estorba sus ambiciosos planes y está harto de ellos.

La estrategia consiste en poner en movimiento una escuadra franco-española bajo el mando del almirante Villeneuve, al que secunda Federico Gravina al frente de los españoles, con rumbo al Caribe para alejar a la flota inglesa del Canal de la Mancha, lo que a su vez facilitarí­a el desembarco de 180.000 hombres que Napoleón tení­a aguardando para atacar Inglaterra.

Nelson picó y fue tras ellos, pero pese a coyuntura tan favorable, Villeneuve no atendió las peticiones de sus oficiales de lanzarse a por las colonias inglesas y permaneció en Martinica para emprender poco después el regreso a Europa. Es el momento en que el vicealmirante Robert Calder sale a su encuentro produciéndose la Batalla del Cabo de Finisterre, seria derrota para la flota hispano-francesa cuya inmediata consecuencia es que Napoleón no tuvo más remedio que abandonar sus planes de entrar en Inglaterra.

La Grande Armée es destinada ese mismo años a las campañas austriaca y rusa.

Tras unas reparaciones en el puerto de La Coruña, la flota terminó refugiándose en Cádiz pero el enfrentamiento a gran escala ya era inevitable.

A cañonazo limpio

En Cádiz Villeneuve y los suyos habí­an mostrado su intención de salir a presentar batalla. Federico Gravina y otros altos mandos españoles como Cosme de Churruca, quien dirigí­a el «San Juan Nepomuceno» o el general Cisneros al mando del colosal Santí­sima Trinidad, el Escorial de los mares, eran opuestos a ello y mantuvieron fuertes discusiones con los gabachos. Los españoles recomendaban esperar guarnecidos manteniendo una posición fuerte. Además el viento era desfavorable y se aproximaba temporal.

Tal vez sea excesivo cargar toda la culpa al francés y preguntarse, ¿por qué, a pesar de todo, cedió Gravina? Es algo que no sabremos. La cuestión es que el almirante francés ordenó zarpar de Cádiz en la madrugada del 20 de octubre de 1805 a los 15 barcos españoles y 18 franceses y así­ se hizo. Los ingleses esperaban con 27 naví­os.

El mando galo decreta para la escuadra una anticuada formación en lí­nea; la flota inglesa liderada por Nelson lo ve claro, atacará formando dos columnas paralelas ejerciendo como un ariete contra la perpendicular enemiga.

Churruca vio con el mayor de los desagrados las maniobras dispuestas por Villeneuve, quien para colmo ordenó que la escuadra virase rumbo a Cádiz en pos del amparo de las defensas costeras. Eso rompió el orden de batalla y Nelson y los suyos atravesaron la lí­nea enemiga envolviendo a la escuadra combinada y batiendo a sus buques por separado con artillerí­a por proa y popa, los puntos más vulnerables de este tipo de embarcaciones.

La confusión generada y la escasa capacidad de maniobra en tales circunstancias propiciaron que los naví­os de la escuadra combinada apenas pudieran prestarse ayuda mutua. No les quedaba más salida que soportar todo lo que les cayó encima y así­ tuvieron que resistir durante horas de intenso combate.

Finalmente, estaba cantado, los ingleses se impusieron con una victoria completa.

La derrota

La terrible carnicerí­a y el estado de los naví­os apresados prueban el encarnizamiento con que se batieron.

Gravina, habí­a sido herido; Alcalá Galiano y Cosme Damián Churruca encontraron la muerte en el San Juan Nepomuceno, Alcedo Bustamante y Pérez del Camino al mando del «Montañés». En no pocos casos ni siquiera quedó un oficial que rindiera las naves tras la batalla puesto que muchos murieron o quedaron gravemente heridos en la cubierta.

Muerte del almirante Cosme Damián Churruca en Trafalgar a bordo del San Juan Nepomuceno. Cuadro de Alvarez Dumont (1892) 

Por otro lado un tirador francés del «Redoutable» habí­a acabado con la vida del almirante inglés Nelson durante el transcurso de la batalla.

La mayorí­a de los barcos españoles y franceses apresados fueron conducidos a Gibraltar, sin embargo esa noche se desató una tormenta y algunos no pudieron aguantar. Tal fue el caso del Santí­sima Trinidad, orgullo español, el «único monstruo digno de la majestad de los mares», que se hundió arrastrando al fondo a muchos heridos. Otros barcos iban fondeando en las costas del Golfo de Cádiz como fantasmas desarbolados.

Apresado tras la derrota de Trafalgar, Villeneuve fue puesto en libertad y regresó a Francia en 1806 con el deseo de justificarse y aclarar su situación ante Napoleón. Poco después se le encontró muerto en una habitación de hotel en Rennes, apuñalado en el pecho seis veces. Constó oficialmente que se habí­a suicidado, siendo enterrado sin ceremonia oficial alguna y desconociéndose el paradero de su tumba.

Para saber más

Webmar
Todo a babor
Wikipedia

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