Mirando el cielo una noche de verano
Se apaga el sol, no así el calor sofocante que se prolonga en la oscuridad estival de este maldito país.
Calor, más calor… Despojado de la camiseta, desde hace rato deambulo sin saber adónde dirigir mis pasos intranquilos. A decir verdad esta cabeza anda maquinando una pequeña treta, así que aprovecharé un paréntesis del tiempo para encaramarme con un par de saltos al tejado vecino, donde hay sin duda mejor perspectiva para admirar el techo del mundo.
Una vez allí tendido de espaldas sobre las frescas tejas, me abandono…
Una brisa liviana trae en brazos hasta mi el aroma dulzón de los jazmines junto al coro enloquecido de los grillos que pueblan los jardines próximos. Muy pronto, sin apenas darme cuenta, estoy sumido en la hipnótica contemplación del cosmos.
Siento que este momento debe ser mágicamente único pero a la vez compartido por todas las generaciones que nos precedieron desde que los hombres primigenios miraban con pasmo y fascinación hacia lo alto, en una especie de inmersión inversa en el mar de arriba, sobrecogidos por el vértigo de encontrarse embebidos ante una inmensidad que ni ellos ni nosotros comprenderemos jamás.
Un buen rato después regresas de golpe al suelo y ya todas tus ilusiones se han quebrado como rama seca. Espera, detén el galope de los latidos de tu corazón fuera de control. Se que no estás preparado para tanta belleza, nadie lo está, tan solo intenta retener a tu lado el ancestral firmamento que sobre ti se cierne, el raro esplendor de la bóveda celeste inabarcable.
Sentirás que no es posible colmar el fervor de dioses que te acometió, así pues confórmate con arrimar al costado la noción de que una maravillosa noche de verano te visitó una vez. Tal vez esa sensación pueda en algún instante suplir esta insoportable impotencia al comprender ahora que jamás acertaré a explicaros la belleza cruel de un cielo negro cuajado de estrellas.