La escritura mínima
Sintetizar hasta la mínima expresión una historia, escribirla en muy pocas líneas. En eso consiste el microcuento o microrrelato, que tiene sus cultivadores especialmente en Hispanoamérica, donde es un ejercicio literario popular.
El microrrelato desde una perspectiva histórica es reciente, pues textos escritos u orales de corta extensión aparecen a lo largo de todos los tiempos: instrucciones sumerias y egipcias, fábulas, adivinanzas, parábolas, epitafios, etc. Y en Occidente además contamos con aforismos y epigramas.
En el mundo castellano-parlante las raíces directas de los microrrelatos hay que situarlas en el modernismo hispanoamericano y las vanguardias con su renovación expresiva.
Se trata de un género bastante infravalorado pero no tan fácil como parece. Al contrario que en la novela o un relato completo, donde disponemos de páginas y páginas para ir caracterizando situaciones y personajes, en el arte del microrrelato hay que decirlo en pocas líneas y conseguir que transmita algo.
Una selección
Fecundidad (Augusto Monterroso):
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.
Cuento de horror (Juan José Arreola):
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.
La tortuga y Aquiles (Augusto Monterroso):
Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la meta.
En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones. En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.
Un sueño (Jorge Luis Borges):
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de maderas y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
Tempus fugit (Eloy Mon):
Encima de un enorme iceberg a la deriva por el Atlántico Norte, un señor de Cuenca, funcionario de correos, y un pingüino discutían por el precio de un sello. El debate era agrio, visceral, a cara de perro, y quizás hubiera durado días, meses, años. Pero el iceberg no.
Post-operatorio (Adolfo Bioy Casares):
Fueran cuales fueran los resultados -declaró el enfermo, tres días después de la operación- la actual terapéutica me parece muy inferior a la de los brujos, que sanaban con encantamientos y con bailes.
Naufragio (Ana María Shua):
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.
La carta (Luis Mateo Díez):
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.
La manzana (Ana María Shua):
La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de gravedad.
Lingüistas (Mario Benedetti):
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: "Cosita linda".