Internet, el hierro y las letras
Próximo Oriente. 1500 años antes de nuestra era. Unos avances revolucionarios parecían destinados a cambiar el mundo. Dos nuevas tecnologías estaban a punto, listas para revolucionar la cultura, la economía y la industria. Por un lado, en Asia Menor, los artesanos hititas habían descubierto la forma de obtener y trabajar un nuevo material: el hierro. Este metal, mucho más duro y flexible que el bronce, iba a permitir herramientas y armas de una calidad nunca vista. Un poco más al sur, en la franja siriopalestina, los cananeos empezaban a experimentar con una nueva forma de escritura: el alfabeto, un método sencillo y práctico que supondría un avance en la transmisión cultural, en el almacenamiento e intercambio de información, impresionante.
Teniendo en cuenta que aquellos pueblos que antes dominaran estas nuevas tecnologías iban a gozar de una gran ventaja, tanto económica como militar, sobre sus rivales, parecía solo cuestión de tiempo que ambos avances se extendieran por toda el área. Pero el tiempo pasó y no pasó nada. Transcurrieron años, luego décadas y finalmente siglos, y las herramientas seguían siendo de bronce. En los templos y en los palacios los escribas continuaban usando los jeroglíficos y la escritura cuneiforme, mientras que las letras fenicias eran desconocidas. ¿Qué había sucedido?
Lo que pasó fue la inercia. Aquella era una tierra antigua. Hace 35 siglos había ciudades en Oriente Próximo que ya tenían más de 35 siglos a sus espaldas. Cuando una profesión, clase social o institución lleva tanto tiempo haciendo las cosas a su manera suele ser bastante complicado convencer a sus integrantes de que existe una nueva forma de hacerlas.
El bronce era un material sobre el que existía una gran demanda y que requería una gran especialización. Los artesanos que lo trabajaban vivían en las ciudades bajo la protección del Palacio y gozaban de un nivel social bastante elevado. Además, las materias primas necesarias, cobre y estaño, eran escasas. Chipre era el principal exportador de cobre, aunque también existían minas en Anatolia, los montes Zagros y la península del Sinaí, mientras que el estaño procedía en su mayor parte del país de Elam. Esta situación hacía necesaria la existencia de una extensa red comercial y, en un mundo donde el medio de transporte era el burro y los territorios entre ciudades estaban habitados por nómadas especialistas en saquear caravanas, una red comercial segura necesitaba contar con el apoyo del estado para mantenerse en funcionamiento.
El caso del hierro era muy distinto. Una vez conocida la técnica, su fabricación era más sencilla que la del bronce por lo que no era necesaria una gran inversión para formar forjadores. Además, aunque los yacimientos de hierro eran más pequeños que los de cobre, eran mucho más abundantes y estaban repartidos por toda la zona. La fabricación de útiles de hierro podía ser desarrollada a escala local, sin el apoyo del palacio y sin la necesidad de ricos comerciantes que financiaran las caravanas. Las ventajas del hierro frente al bronce, aun sin tener en cuenta su mayor resistencia, parecían evidentes. El problema era que para un reducido porcentaje de la población estas ventajas eran más bien inconvenientes. Un buen número de comerciantes, funcionarios y artesanos estaban destinados a desaparecer si el hierro sustituía al bronce. Puesto que estas minorías gozaban del favor del Palacio, cuando no formaban parte del mismo, el bronce continuó siendo el material empleado pese a las desventajas que presentaba con respecto al hierro.
En esa misma época, en torno a la mitad del segundo milenio, el alfabeto ya era conocido por los comerciantes cananeos. Era un método mucho más sencillo y práctico para escribir una lengua que el cuneiforme o los jeroglíficos. Gracias al alfabeto, la capacidad de leer y escribir dejaba de ser una profesión altamente especializada para convertirse en una habilidad que cualquier persona podía aprender. Es cierto que, incluso tras la expansión de la escritura alfabética, la gente analfabeta seguía siendo la mayoría mientras que la enseñanza de la letras se reservaba para las clases sociales con recursos, los comerciantes y el clero. Pero aún con estas reservas el alfabeto suponía un gran avance con respecto a la situación anterior.
Los jeroglíficos y la escritura cuneiforme estaban reservados para aquellos que habían estudiado la profesión de escriba, que constituían una élite social en si mismos. Ni siquiera entre las clases más altas era común leer. En las estelas donde se recogían los logros de los reyes, el saber leer era una hazaña que se situaba al lado de las victorias militares. Y muy pocos reyes tenían esa habilidad listada en su estela.
Los escribas y sus escuelas dependían directamente del Palacio o del Templo. La función del escriba era estar ahí cuando fuera necesario redactar un tratado, un código legal, una estela o un contrato, y llevar a cabo su trabajo con fidelidad y exactitud. Su profesión era la mejor considerada y el acceso a la misma estaba reservado a las élites. Eran tan escasos que constituían un artículo de lujo: en las cartas que los reyes se mandaban unos a otros solicitando oro o princesas casaderas, los escribas eran un bien muy demandado, aunque siempre como préstamo. La principal preocupación de un rey cuando mandaba sus escribas a un país extranjero era que éstos no volvieran nunca.
Escritura cuneiforme.
Los escribas eran guardianes de la cultura y la historia. Ellos eran los que se encargaban de fijar en piedra los hechos más importantes de un determinado reinado y solo ellos estaban capacitados para leer estas crónicas a los demás. Las tablillas de arcilla almacenadas en las bibliotecas reales, con sus textos litúrgicos, sus archivos comerciales, sus cartas entre soberanos, etc., eran administradas directamente por los escribas. Es difícil hoy en día hacernos una idea del poder que tenían los escribas. Y todo ese poder desaparecería de la noche a la mañana si el alfabeto se popularizaba.
Y el alfabeto no se popularizó. Muchos siglos después de su descubrimiento, los escribas seguían manteniendo su monopolio y la lengua acadia escrita en cuneiforme continuaba siendo la lengua franca. Los restos que tenemos de escritura alfabética en ese periodo se limitan a la franja siriopalestina y son, sobre todo, marcas de propiedad sobre objetos y un tipo de expresión literaria completamente nuevo: los graffiti. Los graffiti eran algo impensable con los sistemas de escritura anteriores. Grabar en una roca “¡Sargón mamón!” en cuneiforme o “Sinuhé estuvo aquí” en jeroglífico no tenía mucho sentido, además de ser algo demasiado difícil de hacer para que tuviera gracia.
Los textos oficiales, religiosos, comerciales o las composiciones literarias siguieron siendo monopolio de los escribas durante muchos siglos. Eso de las letras era demasiado peligroso. Nada bueno podía salir de un sistema que permitía a cualquier indocumentado hacer copias de las aventuras de Gilgamesh o, ¡peor aún!, hacer sus propias versiones. ¿Quién iba a garantizar la pureza de los textos si cualquiera podía escribirlos? El alfabeto pondría a los escribas a la altura de simples músicos o actores. La élite de las élites al nivel de vulgares artistas. Era intolerable.
LOS PUEBLOS DEL MAR
Por supuesto, la mayoría de historiadores coincidirán en que establecer un paralelismo entre una situación actual y otra de hace milenios es completamente descabellado. Absurdo. Pero, si algún lector piensa, como yo mismo, que el ser humano ha sido básicamente el mismo a lo largo de toda su historia, con los mismos problemas, las mismas inquietudes y los mismos desafíos a los que enfrentarse, es posible que llegue a la siguiente conclusión: finalmente el hierro desbancó al bronce y los poderosos escribas sucumbieron ante la popularización del alfabeto, así que no hay problema. Quizá la historia nos enseñe cómo vencer la inercia social y abrir las puertas de par en par a las nuevas tecnologías…
«Batalla del Delta». Egipto contra los Pueblos del Mar.
En efecto, el hierro y el alfabeto se impusieron finalmente, pero la forma en que esto sucedió es de complicada aplicación en la actualidad. Durante el siglo XII las sociedades de Oriente Próximo vivían inmersas en una grave crisis. El endeudamiento de las clases bajas y el enriquecimiento desmesurado de los palacios habían conducido al despoblamiento de las ciudades. Cuando alguien no podía hacer frente a sus deudas, la única salida que le quedaba era entregar a sus hijos, a su mujer o a si mismo al acreedor como esclavos. O bien, abandonar la ciudad, unirse a los clanes nómadas y dedicarse al saqueo y el pillaje. Esto llevó a una crisis demográfica y económica sin precedentes. Y, precisamente, en este momento de debilidad, aparecieron los invasores.
Poco sabemos de ellos, aparte del nombre de algunos de los pueblos que los formaban. Sus contemporáneos los llamaban simplemente “Pueblos del Mar”, pues por mar llegaron. Nadie sabe de donde salieron. Quizá fueran egeos, o a lo mejor eran grupos de piratas formados por la gente que había abandonado las ciudades huyendo de las deudas. No lo sabemos y hay pocas esperanzas de que lo sepamos algún día. Lo que sí sabemos es que los Pueblos del Mar arrasaron con todo lo que encontraron a su paso. Las ciudades, con sus palacios, fueron reducidas a cenizas. Los reinos cayeron y la antigua clase gobernante, con sus funcionarios y su modelo económico, desapareció por completo. Los grandes imperios se tambalearon y algunos, como el poderoso Imperio Hitita, fueron borrados del mapa por completo. Egipto consiguió aguantar aunque perdió todas sus posesiones en Asia y nunca volvió a recuperarlas. Los faraones vieron como su reino era reducido a su núcleo tradicional en el valle del Nilo y para el resto del mundo dejaron de ser una potencia a tener en cuenta para convertirse otra vez en “ese reino aislado de gente rara y dioses extraños con el que no conviene relacionarse”.
Con el paso del tiempo, sobre las cenizas de las antiguas ciudades se levantaron otras nuevas. Nuevos palacios, nuevas administraciones y nuevos funcionarios surgieron en una sociedad distinta. Y esta sociedad, sin nada que la atara a su pasado, no tuvo ningún reparo en adoptar el hierro y el alfabeto. Desde el nuevo mundo que nació del desastre, las nuevas tecnologías se extendieron a a aquellas zonas que, alejadas del mar, se habían visto menos afectadas por los Pueblos del Mar, como Asiria o Babilonia. El hierro sustituyó al bronce y la lengua escrita aramea (alfabética) reemplazó al acadio escrito en cuneiforme como lengua universal. Cuanto más a salvo de las invasiones y más aislado estaba un reino, más complicado le resultó aceptar los avances. Por ejemplo, Egipto siguió usando el bronce y los jeroglíficos hasta un milenio después del ataque de los Pueblos del Mar.
La historia nos enseña que si queremos que determinadas clases sociales sean conscientes del cambio que supone una tecnología revolucionaria y lo acepten sin reservas solo es necesario que una confederación de pueblos alienígenas aparezca de repente, arrase la mayor parte de la Tierra, destruya los gobiernos y acabe con los antiguos modelos culturales. Es posible que de las cenizas surja una nueva sociedad que comprenda las consecuencias de un avance como una red de intercambio de información libre y mundial. No hay que perder la esperanza.
EPÍLOGO: CARTAS DESDE UGARIT
Si hay un testimonio que refleja lo que supuso la llegada de los Pueblos del Mar son las cartas de los soberanos de la ciudad de Ugarit en las que piden ayuda a sus vecinos. Resulta estremecedor comprobar como unas cartas escritas hace miles de años pueden reflejar un sentimiento de desesperación semejante. En las últimas de estas cartas, el rey de Ugarit pide ayuda hasta a sus tradicionales enemigos: los egipcios. En la última afirma que sus barcos han sido hundidos, sus tropas salieron a defender el Imperio Hitita y nunca regresaron, las ciudades vecinas han sido destruidas y el enemigo se encuentra ante sus puertas. Las cartas hacen pensar en un soldado rodeado de enemigos, pidiendo ayuda por radio sin saber que al otro lado ya no queda nadie escuchando. Poco después de mandar su última carta, Ugarit fue reducida a cenizas y desapareció para siempre.
A pesar de que en Ugarit se conocía el alfabeto desde cuatro siglos antes, las cartas estaban escritas en cuneiforme.
Fuente: Internet, el hierro y las letras