El hombre que se hizo rico exportando hielo a La Habana y Calcuta
A la vuelta de un viaje al Caribe, Frederic Tudor se convenció de que podría hacer fortuna exportando hielo de los lagos de Massachusetts a zonas más templadas.
Su primer transporte en 1806 a Martinica despertó las burlas de sus contemporáneos; pocos creyeron que el hielo pudiera resistir un trayecto en barco tan largo y caluroso. Se equivocaron, y ese se convirtió en el primer envío de los muchos que haría la Tudor Ice Company, que con el tiempo llegaría a exportar hielo a sitios tan alejados como Calcuta o Rio de Janeiro.
El hielo para uso particular estaba en boga entre las familias adineradas de Boston. Se extraía en invierno de lagos o ríos próximos y se almacenaba en pozos cubiertos. Era un producto caro, todo el proceso se hacía manualmente con hachas y sierras y cada tonelada costaba cientos de dólares.
Frederic y su hermano William pensaron en exportarlo a ciudades de climas más cálidos, convencidos de que existía una demanda para el hielo entre las élites de esos lugares, si ellos conseguían el modo de hacerlo llegar.
Tudor estaba preocupado porque la competencia no le imitara, si bien tal preocupación pronto se desvaneció debido a la poca credibilidad que despertó su «gran idea».
En cualquier caso Frederic había enviado a su hermano y a su primo por delante para obtener de los diferentes gobiernos de las islas del Caribe el monopolio futuro del negocio del hielo.
El plan de los Tudor fue considerado peligroso; a los armadores de barcos les inquietaba la posibilidad de que el hielo dañase el resto de la carga o amenazara incluso la integridad de las embarcaciones: la mayoría de barcos transportaban varios tipos de carga y existía el temor a que el agua de hielo fundido estropeara el resto de mercancías.
Tudor compró su propio barco, el Favorite, para llevar el primer cargamento de hielo a isla de Martinica.
El día de su partida en 1806, el periódico local Boston Gazette titulaba:
«Cargando hielo, no es un chiste. Un barco con una carga de 80 toneladas de hielo ha salido del puerto hacia Martinica. Esperemos que no sea una escurridiza especulación».
Como era de esperar una parte considerable del hielo se fundió durante el viaje de tres semanas y 2.400 kilómetros hacia el sur pero sorprendentemente otra parte aguantó. Las pérdidas supusieron unos 4.500 dólares pero la aventura permitió comprobar a Tudor que existía realmente un mercado para su hielo y el hecho de que el barco sobreviviera eliminó los recelos entre los armadores.
El comercio de hielo encontró en Boston su puerto ideal porque era el puerto de entrada del algodón del sur y a menudo los barcos volvían de vacío, lastrados con piedras para garantizar su estabilidad. De este modo los propietarios de barcos estuvieron dispuestos a transportar hielo a bajo precio, siempre sería mejor que nada.
Las cosas no siguieron bien para la Tudor Ice Company, con pérdidas considerables al año siguiente cuando tres de sus cargamentos para la Habana se perdieron.
Tudor, nacido en 1779, había crecido en una familia acomodada de Boston. Atraído por el mundo del comercio, a la edad de 13 años dejó la escuela. Más tarde la situación económica de la familia empeoró debido a varias inversiones inmobiliarias fallidas y desde entonces Frederic se obsesionó con alcanzar el éxito en sus negocios.
Una vez escribió en su diario:
«Un hombre sin dinero es como un cuerpo sin alma».
No fue un camino fácil, de hecho las deudas lo llevaron a la cárcel varias veces entre 1812 y 1813.
Volviendo al negocio del hielo, cada nuevo envío se convertía en una oportunidad para aprender cosas nuevas e idear mejoras técnicas en el transporte y conservación del hielo.
Después de recogido el hielo, Tudor lo guardaba en almacenes con las paredes huecas de madera para un mayor aislamiento. El primer aislante que se usó fue heno hasta que se descubrió el serrín. Utilizó la misma idea para aislar las bodegas de sus barcos y en los puertos de destino, donde era posible, construía un almacén similar.
Trabajadores cortando hielo en Arlington (Massachusetts, 1845)
En 1815 consiguió otro préstamo de 2.100 dólares para comprar hielo y financiar la construcción de un nuevo almacén en La Habana con capacidad para 150 toneladas y capaz de conservar el hielo durante meses.
Tudor llevó a cabo numerosas pruebas y mediciones para comprobar la eficiencia del almacén y poder minimizar el hielo fundido. La mayoría de las ventas iban a bares y cafés, que ofrecían dos novedades: helados y bebidas frescas. En 6 meses las ventas ascendieron a 6.500 dólares.
Al año siguiente, 1816, los envíos a Cuba eran cada vez más eficientes, así que Tudor tuvo la idea de rentabilizar el viaje haciendo que los barcos volvieran cargados de fruta cubana a Nueva York.
Había investigado el efecto del frío en la conservación de fruta y tras un par de experimentos decidió probarlo con todo un cargamento. En agosto de ese año pidió un préstamo de 3.000 dólares y compró un carga de limas, naranjas, bananas y peras. Para que la fruta se conservase decidió utilizar 15 toneladas de hielo y 3 de heno.
El experimento acabó en desastre, casi toda la fruta se pudrió durante el viaje de un mes y, una vez más, Tudor volvía a estar endeudado.
Parecía que la fortuna jugaba con él caprichosamente alternando éxitos y fracasos. Siempre fue un hombre decidido que aseguraba unos riesgos tomando otros, aunque a veces pecó de precipitación en sus decisiones.
Pero Tudor no se rindió tras este revés y buscó nuevos mercados en tres ciudades del sur de Estados Unidos: Charleston, Savannah y Nueva Orleans.
En un principio, Tudor no había querido entrar en el mercado americano, pues temía que el hielo no sería un producto de interés. Pero estaba equivocado, sus primeros envíos a Charleston y Savannah demostraron que su producto tenía gran aceptación.
Hizo uso de una estrategia de marketing que todavía es común hoy: construir una clientela ofreciendo primero el producto gratis, a la espera de que los que se engancharan al producto volverían como compradores dispuestos a pagar por él.
Tudor, continuó investigando tipos de aislante. El hielo se empaquetaba en los barcos con serrín o paja de arroz para protegerlo del calor; los bloques se encajaban unos con otros como si fueran ladrillos en una pared.
En 1825 las ventas de hielo iban bien, aunque el proceso de extraer y cortar el hielo de los estanques helados seguía siendo demasiado manual y laborioso, lo que limitaba el crecimiento de la compañía. Sin embargo, la invención de uno de sus proveedores, Nathaniel Jarvis Wyeth, permitió a Tudor triplicar la producción.
El nuevo método de Nathaniel consistía en arar el hielo con dos caballos, que en vez de un arado tiraban de unas cuchillas metálicas. Las cuchillas marcaban surcos paralelos de 10 centímetros de profundidad. Después los trabajadores hacían agujeros en el hielo e introducían sierras con las que cortaban los bloques a su tamaño final de unos 60 x 60 centímetros.
Esto consolidó la producción en masa en la industria del agua congelada. El hielo cortado con el nuevo sistema no sólo tenía una apariencia más limpia, que hacía que fuera más fácil de vender, además aguantaba más que el cortado a mano.
En contrapartida, la nueva invención atrajo y multiplicó el número de competidores en los lagos y estanques helados de Massachusetts, especialmente los más cercanos a Boston.
A principio de la década de 1830 Tudor estaba cansado de luchar, así que decidió diversificar el negocio y empezó a especular en el mercado del café comprando grandes cantidades con la esperanza de que los precios subieran después.
La subida inicial de los precios del café convirtió a Tudor en un hombre rico, ganó millones y optó entonces por apartarse del negocio del hielo, hasta que en 1833 la propuesta de otro colega de Boston, Samuel Austin, le volvió a despertar el entusiasmo. Austin pretendía llevar el hielo a la India, más de 25.000 kilómetros de distancia y a 4 meses de viaje desde Massachusetts.
En mayo del 1833 el Tuscany partió de Boston a Calcuta cargado con 180 toneladas de hielo. Cuando llegó al delta del Ganges en septiembre, pocos esperaban que el hielo hubiera resistido y se sorprendieron al ver que aún había 100 toneladas. En los siguientes 20 años, Calcuta se convirtió en el destino más lucrativo para Tudor, proporcionándole unos 220.000 dólares de beneficios.
Tampoco esta vez duraría mucho la alegría. En 1834 la actividad especulativa de Tudor con el café empezó a reportar pérdidas millonarias, dejándole con una deuda de un cuarto de millón de dólares.
El comercio de hielo en torno a Nueva York alrededor de 1880
Sin otra opción, Tudor decidió volver a centrarse en el comercio del hielo y expandir su negocio al área que va de Nueva York a Maine, aprovechando que el nuevo ferrocarril permitía el transporte del hielo de manera mucho más eficiente.
Para la década del 1840, Tudor ya vendía hielo por todo el mundo, y pese a que ahora sólo era otro más en la industria, los beneficios que obtuvo le permitieron pagar las deudas y volver a vivir de manera acomodada.
La llegada de tantos competidores hizo que los diferentes proveedores empezaran a buscar maneras de diferenciar su producto de la competencia. Factores como la pureza o el sabor empezaron a entrar en juego.
El negocio crecía pero las ciudades también, y con su crecimiento y el de la industria empezaron a contaminarse algunos de los ríos y lagos que antes proveían de hielo. Las autoridades sanitarias empezaron a preocuparse por la calidad del agua.
Al final de la carrera de Frederic Tudor, la industria del hielo ya había transformado Estados Unidos y 2 de cada 3 hogares en Boston recibían hielo a diario. En 1880 la ciudad de Nueva York consumía casi un millón de toneladas de hielo anuales.
La industria había mejorado la posibilidad de conservación de los alimentos y desarrollado el sector de los alimentos frescos.
Frederic Tudor murió el 6 de febrero de 1864 sin alejarse jamás de la máxima que escribió en su primer diario. Llevó la contraria a todo el mundo y al final demostró que los demás estaban equivocados.
La industria del hielo natural aguantaría unos años más, perdiendo fuelle a principios del siglo XX. Por un lado la contaminación de ríos y estanques y por otro los clientes se empezaron a cansar de un sistema de reparto engorroso. Finalmente, la aparición del frigorífico eléctrico propinó el golpe definitivo. Su hielo era más barato y por supuesto más cómodo, el hielo natural no podía competir contra él.
Fuente: Cabovolo