Brummell el bello

Auge y caí­da del mayor de los dandys

No es difí­cil encontrarse con el nombre de Brummell asociado a perfumerí­a o moda masculina en distintos lugares del mundo. La colonia Brummel en España, esa fragancia «amaderada» para hombres que apareció en 1975, continúa comercializándose.

Brummel, uno de los perfumes más populares en la década de los 80, tanto en colonia como en loción para después del afeitado (con permiso de Varon Dandy y de Agua Brava) saturaba estancias con su aroma persistente del que tantas veces nos burlamos.

Pues bien, a lo que íbamos, el término procede de un hombre en su dí­a considerado el rey de la elegancia: George Bryan Brummell, conocido como «Beau Brummell» («el bello Brummell»). Habí­a nacido en Londres en 1778, siendo su padre secretario privado de Lord North y después gobernador de Berkshire, cargo en el que atesoró una fortuna considerable a pesar de sus orígenes modestos.

El joven Brummell estudió en Eton y después en la universidad de Oxford donde a su reputación como hombre a la moda sumó la de persona ingeniosa. Después de pasar por el ejército inició en la capital británica una intensa vida social, gracias sobre todo a su amistad con el Prí­ncipe de Gales, quien accederí­a al trono en 1820 como Jorge IV.

Con veintiún años hereda 30.000 libras al fallecer su padre y decide abandonarlo todo en pro del «savoir vivre», o sea, cumplir con continuas obligaciones sociales sin dar golpe. Nunca trabajó.


A Brummell le llevaba mucho tiempo elegir sus prendas y acicalarse: dicen que más de dos horas en vestirse, por lo que era un espectáculo al que asistí­an algunos selectos amigos. Y por supuesto poní­a el mayor cuidado en todos los detalles: abrochar los botones, estirar las sedas de sus camisas, airear los encajes… Así­ cada dí­a, aunque su meta era aparentar que no habí­a tanto esfuerzo detrás. En su opinión, un auténtico caballero no debí­a llamar la atención por el modo de vestir.

Tuvo clara la idea de rechazar la ropa demasiado ornamentada a favor de la discreta pero perfectamente ajustada y adaptada a medida. Fue de los primeros que tomaron baños diariamente y se decí­a que tení­a tres peluqueros: uno para el flequillo, otro para la parte posterior de la cabeza y otro para las patillas. Enviaba a lavar sus camisas fuera de Londres para que las blanquearan más.

La preocupación por vestir bien, junto con una exhibición indiferente de ingenio, se denominó dandismo.

Los caballeros ingleses del primer tercio del siglo XIX tení­an fama de ser los mejor vestidos y más educados de Europa, fama que comenzó con los dandys, grupo de jóvenes alegres, elegantes y de selecta educación estrechamente relacionados con Brummell, quien se codeaba con la aristocracia y la familia real a pesar de haber nacido sin rango ni dinero.

Y así fue su actitud, la del dandi ante la vida que lo tiene todo: porte, distinción, educación y dinero y desprecia los gustos vulgares, la desgana y el aburrimiento.

Sin embargo, a pesar de ejemplificar el dandismo, él vestí­a simple y sencillamente, aspirando al difí­cil arte de pasar notoriamente desapercibido («conspicuosly inconspicuous«). Prefería los tejidos de lana y algodón, levita bien cortada con botones de bronce y pantalones ajustados en colores neutros y oscuros, camisas blancas y botas lustradas inmaculadamente. No usaba peluca y el complemento más elaborado era su corbata de lazo alrededor del cuello, la principal innovación de Brummell.

George Bryan Brummell impuso nuevas normas de elegancia y perfección en el atuendo masculino. A él se le atribuye la creación del traje moderno de caballero que se viste hoy en casi todas partes.


Siendo un referente de la moda y el buen gusto, la nobleza, los poderosos y las mujeres bellas se rendían a sus pies, todos querí­an seguir sus dictados. Era un dandy, un exhibicionista, un hombre de talento admirado que no dudaba de su buen gusto ni del deseo de imponerlo a los demás, ni de dejar de gastar todo lo necesario para tal fin.

Alrededor de 1809 Brummell alcanzó el papel de un lí­der indiscutible en la alta sociedad: un hombre increí­blemente elegante, atractivo e inteligente. Duques, condes y lores se afanaban por parecerse a él y las mujeres buscaban su compañí­a. Un agudo y cáustico ingenio también le hizo por otra parte ganarse algunos enemigos.

Y sin embargo, ¡Oh, tempora, oh, mores!, después de todo el capital de Brummell no pudo soportar tan desenfrenado tren de vida.

Con 38 años perdió tanto su fortuna como el favor del rey. Los acreedores se lanzaron como fieras sobre él. Brummell no salí­a de su casa sino de noche, ya que de dí­a ésta se encontraba rodeada de zapateros, joyeros, sastres y comerciantes de vinos. Se dice que en diez años habí­a gastado más de un millón en corbatas, pantalones y casacas. Sus muebles se subastaron y tuvo que huir de Inglaterra, dirigiéndose a Calais en Francia para evitar la prisión. Allí­ trató de seguir vistiendo con un mí­nimo decoro pero su ruina era ya completa. En Francia acabó en la cárcel. Algunos amigos trataron de rescatarlo y le asignaron una pequeña renta mensual que serví­a para pagar la habitación en una pensión.

Se trasladó a Caen, no siendo ya ni sombra de lo que habí­a sido. Dejó de vestirse, bañarse y afeitarse. Perdí­a constantemente la memoria, vestí­a pobremente y hablaba consigo mismo. De noche, en un mí­sero cuarto de la pensión, organizaba simulacros de las grandes cenas que habí­a vivido. Después de dos apoplejí­as de origen sifilí­tico, el bello Brummell murió en un manicomio de Caen el 24 de marzo de 1840 a la edad de 61 años.

Aquel que fuera árbitro de la moda masculina británica, murió loco y lejos de todos. A pesar de ello, su nombre todavía está asociado con el estilo y la buena apariencia y se le ha dado a una variedad de productos modernos para sugerir alta calidad.

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