Blas de Lezo y la Guerra de la Oreja de Jenkins

La historia marí­tima de Inglaterra está jalonada de hitos, conquistas, acciones militares que le dieron renombre mundial y una primacía polí­tica y económica durante siglos. Al dominar los mares, dominaron el mundo.

Consecuentemente existe una literatura que enaltece las hazañas de los soldados en la mar y los propios historiadores ingleses han encontrado material suficiente para dar cuerpo a gestas que elevan el sentir patriótico. El nomenclátor británico, la iconografí­a o las artes se encuentran impregnadas del sabor de la sal y el olor de los cañones humeantes.

No ocurre así­ en España, a pesar de que su historia, al menos la marí­tima, tiene parangón con la inglesa, tanto por su dilatada tradición como por episodios internacionales en los que abundan las proezas.

La flota de Indias y el galeón de Filipinas

También aquí, en el caso español, las posesiones de la Corona se expandirían hasta conformar un imperio enormemente extenso, a la larga una carga pesada y onerosa que de todas formas habí­a que mantener. Un status geopolítico de este calibre sólo puede preservarse a costa de afrontar luchas en sus muchos frentes y esto hubo de hacerse rutinariamente, con desigual fortuna, entre los S. XVI y XIX y especialmente respecto a los territorios más preciados: América.

Al Nuevo Mundo habían llegado unos cuantos miles de españoles en menos de cien años, gente de todo pelaje en busca de su destino: guerreros, cazafortunas, emprendedores, desahuciados, religiosos, humanistas…

Desde muy pronto las riquezas obtenidas fueron conducidas a la Pení­nsula con una perfeccionada logí­stica. Las flotas partí­an de Sevilla una vez al año fuertemente escoltadas por naví­os de la Armada. Al llegar a América se dividí­an en dos, una hacia Veracruz y otra a Portobelo (Panamá). Desde Panamá partí­a la llamada Armada del Sur, que recalaba en los puertos de Perú, Ecuador y Chile. Más al norte, Acapulco serví­a de base para el Galeón de Manila, la prolongación de la flota de Nueva España en el Pací­fico. Unos meses más tarde las dos flotas, cargadas de riquezas, se encontraban en La Habana y enfilaban el camino de vuelta a España deslizándose por el azaroso canal de la Bahamas, donde los piratas esperaban su oportunidad.

Dos imperios enfrentados

A grandes rasgos era éste el panorama cuando en el S. XVIII Inglaterra se consolida como potencia marí­tima dejando atrás escaramuzas bucaneras y emprendiendo acciones más ambiciosas destinadas a hostigar a las flotas españolas en su trasiego con América. Estaban decididos a tomar las riendas como el nuevo amo de los océanos.

¿Cómo iniciar las hostilidades? Para los ingleses bastaba cualquier excusa trivial. En 1731 el capitán de naví­o Julio León Fandiño apresó a un barco corsario frente a la costa de Florida comandado por un tal Robert Jenkins, a quien cortó la oreja al tiempo que le decí­a (según testimonio del inglés):

«Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve«.

La realidad es que el tráfico de ultramar español estaba siendo constantemente entorpecido por los ingleses. En su comparecencia ante la cámara de los Lores, Jenkins denunció el caso con la oreja tiesa en la mano, de ahí­ que el conflicto originado a continuación entre ambos paí­ses se llamase La Guerra de la oreja de Jenkins (también denominado La guerra del Asiento.

En octubre de 1739 el gobierno de Walpole declaraba la guerra a España presionado por la opinión pública y comerciantes de la City que anhelaban hincar el diente a los mercados del Caribe.

En diciembre de 1739 el almirante Vernon se presentó ante Portobelo (actual Panamá) con la idea de borrarlo del mapa, cosa que hizo sin demasiada dificultad. El Almirantazgo habí­a planeado asestar un golpe definitivo al imperio español en Cartagena de Indias, el puerto más importante del virreinato de Nueva Granada.

Cartagena era por aquel entonces un importante cruce de caminos, ciudad cosmopolita y floreciente donde confluí­an las riquezas de las colonias españolas. Además era la plaza mejor fortificada de América. La bahí­a que serví­a de antesala al puerto estaba flanqueada de fortalezas, piedras con una larga historia de abordajes fallidos con olor a pólvora. Dieciocho veces intentaron ingleses y franceses hacerse con Cartagena. Nunca lo consiguieron.

Los ingleses habí­an planeado el asalto con sumo cuidado sin escatimar medios, reuniendo en Jamaica una flota asombrosa, la mayor flota de guerra hasta el desembarco de Normandí­a dos siglos después: 186 naví­os, 23.600 hombres y 3.000 piezas de artillerí­a. Nada en el mundo podrí­a oponerse a semejante alarde de fuerza bruta.

En Cartagena sólo habí­a seis barcos de la Armada y apenas 3.000 hombres para defender la plaza.

Al ver lo que se le vení­a encima, el virrey de Nueva Granada, Sebastián Eslava pidió auxilio a La Habana, donde paraba la Real Armada del almirante Rodrigo de Torres. El aviso nunca llegó, probablemente porque los ingleses capturaron el naví­o que lo llevaba. Estaba solo. Para cuando llegase a Madrid la noticia de la derrota ya resultarí­a demasiado tarde y Cartagena de Indias habrí­a pasado a ser puerto inglés.

Quedaba sin embargo una baza, quedaba Blas de Lezo. Hagamos un paréntesis para conocer su vida.

Lezo, un marino de leyenda

¿Quién era este personaje cuyo sólo nombre causaba más que respeto entre los británicos?.

Blas de Lezo y Olavarrieta (Pasajes, Guipúzcoa, 1687-Cartagena de Indias, 1741), almirante español conocido como «patapalo» y también como «mediohombre» por las muchas heridas sufridas a lo largo de su vida militar, fue uno de los mejores estrategas de la historia de la Armada Española. Pocos se acercan a su talento, bravura y genialidad. Pocos murieron en olvido más ingrato.

Pertenecí­a a una familia con ilustres marinos entre sus antepasados. Con 12 años se enroló en la Armada francesa como guardiamarina al servicio del conde de Toulouse, Alejandro de Borbón, hijo de Luis XIV. Unos años después recibió su bautismo verdaderamente de fuego en la batalla naval de Vélez-Málaga (1704), donde una bala de cañón amputó su pierna izquierda por debajo de la rodilla. Su comportamiento audaz le valió el ascenso a Alférez de naví­o.

Posteriormente participó en otros capí­tulos de la Guerra de Sucesión donde se enfrentaron españoles y franceses contra ingleses y holandeses. En el sitio de Tolón una esquirla de cañón le arrebató su ojo izquierdo y en el segundo asedio de Barcelona (1714), una bala de mosquete inutilizó su brazo derecho.

Todas estas severas mutilaciones originaron que sus hombres le aplicaran diferentes apelativos como Patapalo o Medio hombre, que acompañaron al bravo marino vasco a lo largo de su carrera profesional. Tuerto, manco y cojo antes de los 30 años, estaba considerado uno de los mejores militares españoles, habiendo alcanzado la graduación de capitán de naví­o.

Ostentó el mando de diversos convoyes que llevaban socorros a Felipe V, burlando la vigilancia inglesa sobre la costa catalana. Patrulló el Mediterráneo y apresó numerosos barcos ingleses con maniobras a menudo audaces. Al mando de una fragata capturó 11 naví­os británicos, entre ellos el emblemático Stanhope, buque muy bien armado y pertrechado.

En 1723 recibió la misión de limpiar las costas del Pací­fico de piratas y corsarios, principalmente británicos y holandeses, tarea que cumplió con eficacia. En 1730 regresó a España convertido en general de Marina y asumió el encargo de reclamar a la República de Génova dos millones de pesos pertenecientes a la corona española. No sólo consiguió la preciada fortuna, también obligó a los italianos a rendir homenaje a la bandera española bajo pena de ser cañoneados desde el mar.

En 1732 capitaneó la expedición militar que reconquistó la perdida ciudad de Orán. Despreciando el peligro, Blas de Lezo y sus buques entraron a fuego sobre las defensas piratas logrando una gran victoria con el hundimiento del buque berberisco.

En 1737 era comandante general de Cartagena de Indias y aquí­ es donde retomamos el hilo de esta historia.

La guerra del Asiento o guerra de la Oreja de Jenkins

Habí­amos dejado al virrey de Nueva Granada acojonado y al almirante Vernon crecido tras el saqueo de la mal guarnecida plaza de Portobelo.

Sir Andrew Vernon, enterado de que Blas de Lezo se encontraba entre los sitiados de Cartagena, le envió un mensaje desafiante, haciéndole saber que sus dí­as de gloria tocaban a su fin. El guipuzcoano, vacunado contra la altanerí­a británica, le suministró una dosis de bravata española: 

«Si hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera Vd. insultado impunemente las plazas del Rey mi Señor, porque el ánimo que faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardí­a».

Seguro de la victoria, Vernon despachó a Inglaterra un barco con la noticia del triunfo y el encargo de acuñar medallas conmemorativas. Tal fijación tení­a Vernon por su oponente español que especificó que en las medallas apareciese la escena de Blas de Lezo arrodillado entregándole las llaves de la ciudad.  

El 20 de marzo de 1741 la imponente flota de Vernon hací­a acto de presencia en la bahí­a de Cartagena. El almirante inglés ordenó un cañoneo intensivo, dí­a y noche sin dar pausa a los artilleros. La fortaleza de San Luis cayó después de haber recibido 6.068 bombas y 18.000 cañonazos, según apuntó Lezo diligentemente en su diario. No habí­a nada que hacer, el fuego era de tal intensidad que los defensores se replegaron hacia el recinto amurallado.

Eslava ordenó hundir los buques de la Armada que quedaban a flote para dificultar el avance inglés. Vernon se abrió camino y desembarcó. El 13 de abril comenzó el asedio de la ciudad. La situación era desesperada, faltaban alimentos y el enemigo no daba tregua. El 17 de abril la infanterí­a británica estaba ya a un sólo kilómetro del castillo de San Felipe de Barajas.

A esas alturas Blas de Lezo habí­a decidido luchar hasta el final y para ello trazó un ingenioso plan: excavar un foso en torno al castillo para que las escalas inglesas se quedasen cortas al intentar tomarlo. Ordenó cavar una trinchera en zigzag, así­ evitarí­a que los cañones ingleses se acercasen demasiado y podrí­a soltarles a la temida infanterí­a española en cuanto reculasen. Su última artimaña consistió en enviar a dos de los suyos al lado inglés. Se fingirí­an desertores y llevarí­an a la tropa enemiga hasta un flanco de la muralla bien protegido donde serí­an masacrados sin piedad.

El plan del general funcionó a la perfección. Los soldados británicos iban cayendo en todas las trampas. Las escalas se demostraron insuficientes y hubieron de abandonarlas; al replegarse les esperaban los infantes en las trincheras con la bayoneta lista:

«Rechazados al fusil por más de una hora y después de salido el sol en un fuego continuo y viendo los enemigos la ninguna esperanza de su intento (…) se pusieron en vergonzosa fuga al verse fatigados de los nuestros los que cansados de escopetearles se avanzaron a bayoneta calada siguiéndolos hasta quasi su campo.”

El descalabro ante el castillo de San Felipe desmoralizó a los ingleses, que además habí­an abierto más frentes de los que podí­an permitirse. El engreí­do Sir Andrew Vernon habí­a sido incapaz de vencer a 850 españoles harapientos capitaneados por un anciano tuerto, manco y cojo. El pánico se apoderó de los casacas rojas, que huyeron despavoridos tras la última carga española. Vernon ordenó la retirada. Habí­a fracasado estrepitosamente. Tan sólo acertó a pronunciar, entre dientes, una frase:

«God damn you, Lezo!» («Dios te maldiga, Lezo!»)

Todaví­a quiso calmar su conciencia con el enví­o de una última carta:

«Hemos decidido retirarnos, pero para volver pronto a esta plaza después de reforzarnos en Jamaica«.

A lo que Lezo respondió con ironí­a:

«Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque esta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres».

Los ingleses nunca volvieron, ni a Cartagena ni a importunar los puertos del Caribe, que siguieron siendo hispanos hasta que decidieron ser hispanoamericanos.

La humillación fue tal que el rey Jorge II prohibió hablar de la batalla y que se escribiesen relatos sobre ella. A Vernon no se le pidieron responsabilidades y a su muerte fue enterrado con honores en la abadí­a de Westminster.

Estatua de Blas de Lezo en los Jardines del Descubrimiento de la plaza madrileña de Colón.

Blas de Lezo corrió suerte diferente. Unas fuentes afirman que por las heridas sufridas y otras que por las enfermedades transmitidas tras la matanza, el caso es que en septiembre de 1741 muere en Cartagena de Indias sin recibir sepultura conocida. En un alarde tí­pico de ingratitud que tantas veces habremos visto, España le olvidó.

La derrota en Cartagena de Indias es un acontecimiento silenciado en la historia inglesa y desde luego desconocido para una gran mayorí­a de españoles a pesar de su trascendencia. ¿Qué hubiera ocurrido en Hispanoamérica con una dominación británica?.

Inglaterra no volvió a amenazar seriamente al Imperio español, que subsistió todaví­a un siglo más. España, en cambio, contribuyó años más tarde a la desintegración de las colonias inglesas en América del norte, cuestión también poco difundida (otro dí­a hablaremos de otro gran personaje, Bernardo de Gálvez.

La Historia está llena de verdades a medias cuando no de mentiras o interesadas omisiones. Como en la historiografí­a de cualquier paí­s, la anglosajona ha tenido eficaces propagandistas aún a costa de la veracidad y, en tal sentido, resulta llamativo que esta derrota no aparezca apenas reflejada en un paí­s apasionado por la historia marí­tima. Y entre nosotros sucede a veces justo lo contrario, hemos padecido demasiadas veces una mentalidad derrotista, como si nuestro pasado fuera motivo de vergüenza.

Casi nunca España supo mostrar gratitud hacia los heroes que mejor la sirvieron. Por eso merece la pena rescatar del olvido a figuras como D. Blas de Lezo y Olavarrieta.

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