William Buckland, un excéntrico caballero inglés
William Buckland (1784-1856) nació en Axminster (Devonshire) y de niño acompañó a su padre, rector del Templeton and Trusham, en sus caminatas, durante las cuales hallaban y coleccionaban conchas fósiles en estratos visibles de las canteras.
Estudió Teología y acabó siendo ordenado sacerdote pero además desarrolló un gran interés por la geología y las investigaciones de campo, realizando frecuentes excursiones a caballo por toda Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales.
Impartió charlas y cursos de mineralogía y paleontología, viajó por Europa y contactó con muchos científicos. En 1818 Buckland fue elegido miembro de la Royal Society.
No solamente se conoce a William Buckland por sus méritos académicos, también por ser un de los tipos más excéntricos de su época, alguien que organizaba expediciones a recónditos parajes de todo el mundo bajo el pretexto de estudiar exóticos animales, aunque lo que realmente le gustaba era zampárselos…
Así es, el señor Buckland presumía de que jamás había avistado ningún animal sin haber conseguido cazarlo para comérselo.
Retrato de William Buckland
En su casa se podían servir a los invitados, dependiendo del capricho del anfitrión y la disponibilidad, conejillos de indias asados, ratones rebozados, puerco espín al horno o babosas marinas del sureste asiático hervidas. Buckland era capaz de encontrar virtudes en todos ellos, salvo en el topo común, que le parecía repugnante.
Se convirtió, algo casi inevitable, en la principal autoridad en coprolitos (heces fosilizadas) y tenía una mesa hecha toda ella con piezas de su colección de especímenes.
Sus cursos eran tremendamente populares, no sólo entre los estudiantes sino también entre los altos cargos de la universidad, gracias a los especímenes y a los grandes mapas que llevaba consigo y a su pintoresca personalidad. Por ejemplo, daba vida a sus presentaciones imitando los movimientos de los dinosaurios. En cierta ocasión afirmó:
Una vez visitó una catedral en cuyo suelo podían verse unas gotas que, según contaba la leyenda local, pertenecían a sangre de santos que nunca se había secado. Ante la oportunidad de probar un nuevo sabor, el geólogo lamió las losas pero quedó decepcionado al identificar el misterioso líquido como orina de murciélago.
Otra historia que circula sobre él, probablemente falsa, asegura que en una cena con el arzobispo de York sacaron un cofre de plata donde supuestamente se conservaban los restos del corazón del rey francés Luis XIV. El trozo, no mucho más grande que una nuez, pasó de mano en mano para que los asistentes lo examinaran. El doctor Buckland al verlo exclamó: «Yo he comido muchas cosas extrañas, pero nunca me he comido el corazón de un rey» y antes de que alguien pudiera impedirlo se lo tragó y la reliquia se perdió para siempre.
Especialmente célebre fue su colección de animales salvajes, algunos grandes y peligrosos (como tigres, leones y osos) a los que permitía vagar a sus anchas por su casa y por su jardín.
Su actitud solía ser singular incluso cuando se dedicaba seriamente a la ciencia.
En cierta ocasión, la señora Buckland sintió que su marido la zarandeaba para despertarla en plena noche gritando emocionado: « ¡Querida mía, creo que las huellas del Cheirotherium son testudinales, es indiscutible!» y la obligó a correr a la cocina en ropa de cama. La señora Buckland preparó pasta con harina y la extendió sobre la mesa mientras el reverendo Buckland iba a buscar la tortuga de la familia. La puso sobre la pasta, la hizo caminar y descubrió entusiasmado que sus huellas coincidían con las del fósil que había estado estudiando.
El bueno de Buckland, que tenía por costumbre ir a hacer su trabajo de campo ataviado con una toga académica, al final de sus días acabó completamente chiflado, si bien la causa más probable de su locura no está en sus famosas excentricidades, sino en el Alzheimer y la demencia senil (algo a lo que por otra parte casi todos estamos abonados).