Poderoso caballero es don Petróleo
Así comienza un capítulo del más que recomendable ¿Qué han hecho con mi país, tío? («Dude, Where’s My Country??»), un libro de 2003 de Michael Moore que hace una revisión satírica de la política y las corporaciones de los Estados Unidos. Hoy me gustaría extraer unos fragmentos tan rebosantes de humor como de clarividencia.
«Anoche tuve un sueño (…) De repente estaba en el futuro. Era el año 2054 y yo cumplía 100 años ese día. (…) En el sueño, mi bisnieta Anne Coulter Moore me hacía una visita sorpresa. (…) Me contó que estaba preparando una exposición oral para la clase de historia y quería hacerme algunas preguntas. (…) Esta es la conversación tal y como la recuerdo…
Anne Couter Moore (en adelante A): ¿Cuando eras joven la gente era tan estúpida como para pensar que el petróleo no se acabaría nunca? ¿O es que no se preocupaban por nosotros?
M: Claro que nos preocupábamos por vosotros. Pero en mi época nuestros líderes juraron sobre una pila de Biblias que había petróleo de sobra y, por supuesto, quisimos creerles porque nos lo estábamos pasando en grande.
A: Entonces, cuando el petróleo empezó a agotarse y sabíais que se acercaba el final, ¿qué hicisteis?
M: Intentamos controlar la situación sometiendo a los países del mundo donde se encontraba la mayor parte del petróleo y gas natural que quedaban. Hubo muchas guerras. Para las primeras, las de Kuwait e Irak, nuestros líderes salieron con pretextos como «este tiene armas malas»o «esa buena gente merece la libertad». Nos gustaba esa palabra, “libertad”. Pero las guerras nunca se libraban por esas razones. Siempre eran por el petróleo. En aquella época no llamábamos a las cosas por su nombre.
En las primeras guerras no murieron muchos de los nuestros, así que parecía que todo seguiría igual. Pero esas guerras sólo nos dieron petróleo para unos años más.
A: He oído decir que cuando naciste había tanto petróleo que, de repente, todo empezó a hacerse a base de petróleo. Y que la mayoría de esas cosas eran de usar y tirar.
M: (…) Tienes razón, hacíamos muchas cosas a partir del petróleo, que convertíamos en plástico: el tapizado de los muebles, las bolsas de la compra, los juguetes, las botellas, la ropa, los medicamentos e incluso los pañales para bebés. La lista de lo que se hacía con petróleo y sus derivados es interminable: aspirinas, cámaras de fotos, pelotas de golf, baterías de coche, alfombras, fertilizantes, gafas, champú, pegamento, ordenadores, cosméticos, detergentes, teléfonos, conservantes, balones de fútbol, insecticidas, equipaje, quitaesmalte, asiento de váter, medias, pasta de dientes, almohadas, lentillas, neumáticos, bolígrafos, CDs, zapatillas de deporte… Todo, de una manera u otra, provenía del petróleo. Dependíamos del petróleo. Bebíamos agua de una botella de plástico y luego la tirábamos. Éramos capaces de gastar varios litros de gasolina para conducir hasta una tienda y comprar un litro de leche (que también venía en una botella de plástico). Todas las Navidades tu abuela recibía regalos que eran casi todos de plástico, colocados debajo de una árbol de plástico que parecía de verdad. Y, sí, es cierto que metíamos la basura en bolsas de plástico y las tirábamos.
A: ¿De dónde sacasteis la idea de quemar petróleo? ¿Por qué quemar algo que escaseaba? ¿La gente también quemaba diamantes entonces?
M: No, la gente no quemaba diamantes. Los diamantes eran preciosos. El petróleo también lo era, pero les daba igual. Lo convertíamos en gasolina, encendíamos una bujía y quemábamos litros y litros cada vez que podíamos.
A: ¿Qué se sentía cuando no se podía respirar porque el aire estaba contaminado por la quema de eso que llamas gasolina? ¿No os hacía eso pensar que quizá no se debía quemar nada que procediese del petróleo? Tal vez ese olor era la manera que la naturaleza tenía de deciros «¡no me queméis!».
(…)
M: La gente no tenía más remedio que respirar ese aire. Eso ocasionó que millones de personas sufrieran y murieran. Nadie quería admitir que la contaminación causada por la quema de combustibles fósiles era la que nos dificultaba la respiración, así que los médicos decían que teníamos asma o alergias. Si bien para ti ir en coche es algo que se hace en los museos, en aquella época la mayoría de gente recorría todos los día treinta, cincuenta e incluso sesenta kilómetros para ir al trabajo, y detestaban las horas que pasaban encerrados en el coche. Les ponía de mal humor.
A: O sea que, mientras agotabais las valiosas reservas de petróleo, os odiabais por ello. Qué raro.
M: Eh, no he dicho que nos odiáramos. Odiábamos el tiempo que desperdiciábamos en ir al trabajo pero mucha gente creía que valía la pena porque no querían vivir en la ciudad, donde había toda clase de gente.
A: Lo que no entiendo es que si os lo estabais pasando en grande, dando unas vueltas por ahí en coche, consumiendo petróleo, ¿por qué no se os ocurrió utilizar otro combustible antes de que se acabara el petróleo para poder seguir divirtiéndoos?
M: Los americanos hacían siempre las cosas a su manera y no querían cambiar.
A: ¿Quiénes eran los americanos?
M: Mejor hablemos de otra cosa.
A: Mi profesora de 6º nos dijo que uno de vuestros líderes creía que las pilas de combustible de hidrógeno sustituirían la gasolina de los coches pero no fue así. ¡Vaya locura! Hoy cualquier chaval sabe que el hidrógeno no es fácil de conseguir. Claro que está en el agua, pero se necesita mucha energía para liberar el hidrógeno, y era energía lo que más falta os hacía.
M: Exacto, Anne: estábamos tan pasados de vueltas por culpa del Prozac y la televisión por cable que nos creíamos todo lo que nos decían nuestros líderes. Les creíamos incluso cuando nos aseguraron que el hidrógeno sería la panacea, ¡una fuente de energía ilimitada y no contaminante que pronto sustituiría al petróleo! Nos gastamos tanto dinero en el ejército para asegurarnos de no quedarnos sin petróleo que las escuelas se caían a pedazos y la gente era cada vez más estúpida. ¡Por eso nadie se dio cuenta de que el hidrógeno ni siquiera era un combustible!
Las cosas se pusieron muy feas. Se nos acababa el petróleo y no había hidrógeno para los coches, así que la gente se cabreó. Pero ya era demasiado tarde. Fue entonces cuando comenzaron las muertes en cadena.
A: Lo sé: se acabó la comida.
M: En aquella época nos pareció una buena idea usar el petróleo para cultivar alimentos. Ahora resulta divertido pensar que a nadie le pasó por la cabeza que la producción alimentaria necesaria para alimentar a tanta gente no podría mantenerse durante mucho tiempo. Esa fue seguramente nuestra mayor metedura de pata. Los fertilizantes, pesticidas y herbicidas artificiales, por no hablar de los tractores y la maquinaria agrícola, dependían de los combustibles fósiles.
Cuando la producción del petróleo alcanzó su nivel más alto, el precio de la comida subió a la par que el de los combustibles fósiles. Los primeros en morirse de hambre en el mundo fueron los pobres. Pero cuando la gente se percató de lo que estaba pasando arramblaron con todo lo que había en las tiendas y los almacenes, y ser rico ya no te garantizaba tener comida suficiente.
Para empeorar las cosas, cuando comenzaron las muertes en cadena la gente no podía ir a trabajar, calentar las casas ni utilizar electricidad. Algunos expertos predijeron que la producción de petróleo tocaría techo en 2015 y se rieron de ellos, pero estaban en lo cierto. Los precios del combustible se dispararon pero ya era demasiado tarde para poner en marcha una transformación gradual que permitiese el uso de energías alternativas. La catástrofe estaba a la vuelta de la esquina.
A: Tengo una teoría sobre lo que ocurrió. He oído decir que a los de tu generación os encantaba pasar todo el día tumbados al sol, haciendo el vago. Creo que por eso agotasteis todo el petróleo barato para calentar la Tierra, eliminar el invierno y estar siempre bien morenos y guapos.
M: No, de hecho el sol nos daba mucho miedo. La mayoría trabajábamos en edificios con las ventanas cerradas herméticamente y con máquinas que filtraban y depuraban el aire y el agua. Cuando nos aventurábamos a salir al exterior nos embadurnábamos de protector solar y nos poníamos gafas de sol y sombreros para protegernos la cabeza. Pero aunque odiábamos el sol, todavía odiábamos más el frío. Todo el mundo se trasladaba a los estados cálidos, donde casi nunca nevaba y se pasaban todo el día en casas y oficinas con aire acondicionado y se desplazaban en automóviles con aire acondicionado. Por supuesto eso suponía un gasto mayor de gasolina, lo que calentaba aún más el planeta, por lo que la gente ponía un poco más fuerte el aire acondicionado.
A: ¿Por qué inventaron las bombas nucleares para matar a todo el mundo a la vez si ya tenían bombas de petróleo? Cuando trasformaron las bombas nucleares en centrales eléctricas, ¿no sabían que una podría estallar y destruirlo todo?
M: Hace cien años nos dijeron que la fisión nuclear produciría electricidad «tan barata que saldría casi gratis». No fue así. El segundo presidente Bush ¿o fue el tercero? Bueno, el caso es que uno de los malditos Bush aumentó la producción de las centrales nucleares pero después de que un obrero contrariado llenase su camioneta de fertilizante y detergente y la estampase contra el lugar en el que trabajaba, con lo cual arrasó un pueblo cercano, se suspendió el programa de inmediato.
A: Papá dice que en tu época había más de seis mil millones de personas en el mundo. A veces me asusto e intento no pensar en toda la gente que se murió de hambre o por enfermedad. En la escuela he oído decir que ahora hay unos quinientos millones de personas en el mundo. Me parece mucho. Pero a veces me preocupa que tal vez sigan produciéndose muertes en cadena. ¿Tú qué crees?
M: No te preocupes. Las muertes en cadena se han acabado. Ahora estás a salvo. Sigue desenterrando todo ese plástico y no te pasará nada.
M: Sí, cuando recuerdo esa época, me doy cuenta de que los diez años transcurridos entre 2005 y 2015 representaron el momento más crítico para nuestra especie. La mayoría de nosotros intentó advertir a los demás del peligro de quedarnos sin petróleo pero casi nadie hacía caso. Había gente buena, gente que se preocupaba por los demás, por nuestros hijos y el planeta. Luchamos, pero no lo suficiente. Las fuerzas de la codicia y el egoísmo pudieron con nosotros. Parecían empeñados en conducirnos a la extinción, y estuvieron a punto de lograrlo. Lo siento. Lo sentimos. Quizá vosotros podáis hacer mejor las cosas.
Fue justo entonces, cuando comenzaba a soltarle un sermón sensiblero, cuando me desperté del sueño bañado en un sudor frío. Me incorporé en la cama y entonces comprendí que se trataba de un sueño, que nunca sucedería algo tan ridículo, así que me recosté de nuevo, me arrebujé debajo de la manta eléctrica y soñé plácidamente con helado sin lactosa».