Veo caras por todas partes
Muchas, muchísimas caras pueblan nuestra memoria: unas resultan serenas, proceden de recuerdos amables, otras ciertamente turbadoras.
Otras son aleatorias, como sacadas de un juego pueril pues tenemos la capacidad de vislumbrar rasgos ajenos, combinarlos y componer nuestras propias muestras faciales. Con un ligero esfuerzo de imaginación visualizaremos la cara de alguien que nunca hemos conocido.
¿Por qué tantas caras? ¿Quiénes serán? ¿La muchedumbre con que nos hemos cruzado a lo largo de la vida? ¿Un poso ancestral que reside en nosotros? ¿Máscaras que ponemos a las propias sensaciones y ensoñaciones? ¿Manía persecutoria?.
Basta de preguntas. El caso es que tras un insignificante desconchado o unas manchas de humedad en la pared, en las nubes o en la luna, en cualquier cosa en que detengamos la mirada el tiempo suficiente, seremos capaces de distinguir perfiles humanoides, de revelar rostros con bastante nitidez. Es más, lo hacemos sin aparente esfuerzo como si tal facultad nos viniera de serie.
Entre otras razones, ésta sería una explicación natural de por qué un buen número de personas juran haber visto el rostro de la virgen en una bellota, un croissant o un pedrusco… Pero aparte de las recurrentes apariciones marianas nuestra obsesión facial nos lleva a encontrar caras en los lugares más insospechados:
una nube, una tostada, un papel arrugado, una sarten sucia, un mazapán (¿quién no se ha divertido buscándole formas reconocibles a las nubes?).
En una tubería de pared:
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En las piedras:
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En los troncos de un árbol:
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El pomo de una puerta:
En el propio cinturón:
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SOCORRO !! ¡Dejad de mirarme, bichejos del demonio!!