La gran tormenta solar de 1859

El 2 de septiembre de 1859 el Southern Cross, un clipper de tres mástiles y 170 pies, se enfrentaba a un tremendo temporal frente a las costas de Chile. El granizo y las olas no daban tregua a los esforzados marineros que intentaban capear el temporal.

Tras varias horas de pesadilla, cuando la tormenta amainó, los marineros observaron con horror que estaban navegando en un océano de sangre. Al levantar la vista descubrieron la razón, a través de las nubes podí­a verse que todo el cielo estaba bañado de rojo…

Se trataba de una aurora austral, un fenómeno relativamente frecuente al sur del Cí­rculo Polar, pero muy extraño en la latitud a la que se encontraba el naví­o. El espectáculo no se limitaba al cielo, en el propio barco aparecí­an halos alrededor de los mástiles y los penoles, pero este fenómeno resultaba mucho más familiar para los marineros, se trataba del fuego de San Telmo, una descarga eléctrica debida a la gran diferencia de potencial entre dos objetos.

Al llegar a puerto supieron que la aurora se habí­a visto prácticamente en todas partes, hasta en el Caribe. Incluso en el Diario de Menorca encontramos una referencia a este fenómeno:

«Anteayer a hora avanzada de la noche vio una persona fidedigna dos auroras boreales que, si bien eran más diminutas que la que vimos años atrás, no dejaron de causar un efecto maravilloso.» J. Hospitaler, Diario de Menorca. Número 237 (04/09/1859)

Un dí­a antes del avistamiento auroral del Southern Cross, Richard Christopher Carrington, un astrónomo aficionado inglés de 33 años, estaba realizando un boceto de las manchas solares en su observatorio de Redhill, Surrey.

Manchas solares el 1 de septiembre de 1859 dibujadas por Richard Carrington

A las 11:18 observó un estallido de luz blanca que parecí­a salir de dos puntos del grupo de manchas, el fenómeno aumentaba de intensidad y adoptaba una forma parecida a la de un riñón. Carrington se dio cuenta inmediatamente de que estaba siendo testigo de algo fuera de lo común, así­ que salió disparado de su observatorio para encontrar a alguien que confirmara la observación.

Cuando volvió, apenas un minuto después, vio que las luces se estaban debilitando, así­ que anotó con precisión la hora y el lugar donde de donde partió la fulguración y siguió observando durante varias horas más, a pesar de que el Sol ya habí­a recuperado su aspecto habitual.

Simultáneamente Balfour Stewart habí­a anotado una alteración del magnetómetro instalado en los Kew Gardens de Londres. La tormenta magnética no sólo afectó a los instrumentos de precisión de los observatorios, de todas partes llegaban noticias de problemas en las lí­neas telegráficas, algunas oficinas de telégrafos se habí­an incendiado y en otras los telegrafistas resultaron heridos.

Carrington sospechó que debí­a existir una relación entre la actividad solar y la tormenta geomagnética del dí­a siguiente. Fue el primer testigo de una eyección de masa coronal, una onda de radiación y viento solar que suele producirse en los perí­odos de máxima actividad solar.

En la actualidad sabemos que las manchas solares, la actividad magnética y otros fenómenos similares siguen un ciclo de 11 años. El último ciclo comenzó en enero de 2008 y en los próximos años se espera que la actividad solar aumente, de hecho ya deberí­a haberlo hecho; estamos asistiendo a un perí­odo particularmente largo de «sol tranquilo».

Los registros de hielo obtenidos en la Antártida parecen evidenciar que un fenómeno de estas caracterí­sticas tiene lugar por término medio cada 500 años. La última gran aurora que se pudo ver en España tuvo lugar en plena Guerra Civil.

La tormenta geomagnética de 1859 se produjo en los albores de la era eléctrica, apenas habí­a circuitos eléctricos aparte del telégrafo.

En la actualidad una tormenta de estas caracterí­sticas tendrí­a unas repercusiones desastrosas: las perturbaciones afectarí­an a los satélites artificiales, a las redes eléctricas y a las comunicaciones por radio y televisión.

Fuente principal: Naukas

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