Cuidado en las noches de Wellington
Viago, Deacon, Vladislav y Petyr comparten piso de alquiler en Wellington (Nueva Zelanda), intentan sin ningún éxito repartir las tareas domésticas y salen por los clubs nocturnos de la ciudad. Todo normal, excepto por un detalle: son inmortales y necesitan alimentarse de sangre humana cada día, quiero decir, cada noche. Porque todos ellos son vampiros.
Este es el planteamiento de Lo que hacemos en las sombras (What We Do In The Shadows, 2014), una de las películas más divertidas que he disfrutado en mucho tiempo.
Con la estructura de un falso documental, lo que denominan «mockumentary«, expone la relación embarazosa de unos personajes así con el mundo actual.
Cada uno representa a un cliché del cine: tenemos a Vladislav (noble y atormentado Dracula), Viago (el dandy refinado del S. XVIII), Deacon (un vampiro nazi aficionado a hacer punto) y por último a Petyr, oscuro y tétrico vampiro a lo Nosferatu.
Lo que hacemos en las sombras, escrita, dirigida e interpretada por los neozelandeses Taika Waititi y Jemaine Clement, es una comedia satírica que explota y caricaturiza con mucho acierto todos los tópicos vampíricos gracias a una sucesión de gags hilarantes y bien ensamblados que funcionan como un tiro en plena cara.
Las variadas y originales ocurrencias no decaen, creándose un universo propio poblado de gente disfuncional, algo así como la lucha cotidiana de un grupo de frikis entrañables.
Porque los tres vampiros -Petyr no habla ni participa, que por algo tiene ya 8.000 años y está completamente senil- tienen dificultades para adaptarse a la vida moderna y eso es plenamente humano. Como por ejemplo que al no reflejarse en los espejos han de prestarse mutuo consejo a la hora de vestirse para salir. O que sólo puedan ver los amaneceres por Internet. O que no puedan comer una sola patata frita porque les provoca una vomitona de mil demonios.
De regalo, hay referencias a películas como Crepúsculo y Blade y aparición de hombres-lobo, siervos y zombies. La discreta y lejana capital neozelandesa se las trae.
Una vez expuesta junto a los poderes toda la galería de sus debilidades, ahora sí, nuestros vampiros son ya seres más cercanos aunque sin abandonar su condición de criaturas sanguinarias de las tinieblas. Esto es frescura para el género.
Hay muchas ideas sorprendentes, mucha chispa y cachondeo a raudales en esta película irreverente de hora y media de duración (otro de sus méritos es no alargarse demasiado).
Ojalá esta joya ganadora en 2014 del Festival de Toronto y también del Premio del Público en el Festival de Sitges no se pierda en el olvido.