¿Qué decían realmente los egipcios?
Los libros teológicos de los antiguos egipcios son tratados sobre sus firmes creencias en el más allá, aquello que imaginaban esperaba al fallecido.
El Libro de los Muertos, originalmente nominado «Libro para salir al día», es una colección heterogénea de textos funerarios pertenecientes a distintas épocas de la historia de Egipto. Agrupan y describen técnicas a modo de sortilegios, oraciones y fórmulas ideadas por la mitología egipcia para prestar apoyo al difunto cuando acudiera a superar el juicio de Osiris.
El difunto comparece ante el tribunal de Osiris para que éste pese su corazón y se establezca si los actos pasados han estado en armonía con la moralidad. Se trata en definitiva de justificar ante los dioses las acciones personales. Si se supera la prueba, continúa su camino en el mundo de los muertos hasta alcanzar los fértiles campos de Aaru, el paraíso situado en el punto donde sale el sol. Sin embargo dicho viaje no está exento de peligros y precisamente para afrontarlos resulta de importancia la energía y los conocimientos adquiridos a través de las enseñanzas del Libro de los Muertos.
El soporte real de estos textos pertenece a sarcófagos, estelas, papiros y tumbas de diferentes dinastías, aunque se cree que tiene un origen todavía más antiguo.
Se considera que hay tres versiones, sucedidas a lo largo de la historia, del Libro de los Muertos:
La versión heliopolitana, entregada al dios solar Ra y redactada por los sacerdotes de Heliópolis para los faraones,
La versión tebana, escrita en jeroglíficos y luego en hierático sobre papiros, aparece en capítulos desordenados aunque la gran mayoría tienen un título y una viñeta. Fue usada no sólo por faraones, también por ciudadanos particulares.
Por último la versión saita fue la última y fijó el orden de los capítulos, que van a permanecer invariables hasta el final del período Ptolemaico.
Los egipcios habían inventado el ideograma como forma de expresión, es decir, a una idea corresponde una representación gráfica y en base a ello los jeroglíficos como sistema de escritura para comunicarse. Se trata de un sistema complejo, ya que en un mismo texto una frase o incluso en una misma palabra confluyen la figura, el símbolo y la fonética.
Para levantar la escritura jeroglífica los egipcios se inspiraron en su entorno: objetos de la vida cotidiana, animales, plantas, partes del cuerpo, etc. Durante el Antiguo, Medio y Nuevo Imperio se calcula que existían alrededor de 700 símbolos jeroglíficos, mientras que en la época greco-latina su número aumentó a más de 6.000.
En realidad el uso de los jeroglíficos se limitaba en la práctica a ofrendas, monumentos, textos religiosos e inscripciones oficiales siendo la escritura hierática, de grafía más sencilla, la utilizada en documentos administrativos y privados. Más tarde la escritura hierática fue parcialmente suplida por la escritura demótica, más simplificada.
De cualquier modo el significado de estos signos sólo pudo conocerse gracias al descifrado de los textos contenidos en la Piedra de Rosetta, descubierta en 1799 y donde está grabado un decreto en tres tipos de escritura: jeroglífica, demótica y griega uncial.
La llave para traducir un mensaje tan arcano se obtuvo con los estudios y el tesón de, principalmente dos fuera de serie: el científico inglés Thomas Young (también famoso por el experimento de la doble rendija que demostró la naturaleza ondulatoria de la luz) y el sabio francés Jean-François Champollion, quien se declaraba «adicto a Egipto».
Entre 1819 y 1821, Champollion analizó los papiros del Libro de los Muertos y los caracteres de los jeroglíficos de la piedra Rosetta, estableciendo las pautas para la interpretación jeroglífica. Obtiene de este modo el valor alfabético de doce signos.
En 1826 es nombrado conservador oficial de los fondos egipcios del museo del Louvre y convence al rey Luis XVIII de Francia para comprar la colección de Henry Salt, cónsul inglés en Egipto. Tiempo después convence al también rey Carlos X de Francia de hacer lo mismo con la colección de antigüedades que había «reunido» Bernardino Drovetti, cónsul de Francia en Egipto. Un tío verdaderamente persuasivo.
Eran tiempos de expolios artísticos y arqueológicos gigantescos por parte de franceses, británicos y alemanes principalmente. No en vano el obelisco de Luxor fue derribado en 1831 y erigido de nuevo en París en la Plaza de la Concordia dos años más tarde. El Museo británico y el Louvre incrementarían en poco tiempo su riqueza expuesta.
De 1828 a 1830 Champollion realiza su gran sueño: una misión científica a Egipto para recoger y estudiar in situ numerosos datos y objetos. Veía la luz una nueva disciplina: la egiptología.
¿Nos habrán camelado los estudiosos con sus traducciones? Da igual, no hay más remedio que creer en ellos. A ver ahora quien tiene cojones de ponerse a descifrar símbolos con miles de años de antigüedad y de una idiosincrasia remota.
Algunos contenidos del Libro de los Muertos del Antiguo Egipto son escuetos, plena y pura síntesis:
«Pasa, pues eres puro»
«Entré siendo ignorante y vi las cosas recónditas».
«Le hablaré con palabras de hombre, y él me repetirá las de los dioses.»
O fervientes poemas declarando la fe:
«Permítaseme andar por un sendero para que consiga penetrar en paz en el hermoso Amenter, y sea mío el Lago de Osiris. Dejadme trazar mi senda, y comparecer, y adorar a Osiris, Señor de la vida».
«Te elevas, pues, Osiris y recorres el firmamento con Ra, y contemplas las humanas generaciones, oh Uno que giras, oh Ra».
«A ti acudí, a ti me aproximé para contemplar tus perfecciones; alzo mis manos adorando tu nombre «Justicia y Verdad».
«Así la deidad de la luz me ofrezca sus brazos, y la asamblea de los inmortales guarde silencio mientras los habitantes del cielo conversan con el victorioso Nu. Soy el adalid de los corazones de los dioses que me corroboran, y soy potente entre los seres divinos».
Por último no faltan los enunciados propios de algún enigma o, por qué no, extravío o imaginación de algún traductor (si no acordaros los de letras cómo terminaban los intentos por volcar a nuestro idioma los clásicos latinos):
«Salve, Basti, que sales de la ciudad Secreta: no hice llorar al hombre».
«Salve, pescadores que engendrásteis a vuestros propios padres y acecháis con vuestras redes, y recorréis las cámaras de las aguas».
«El victorioso Nu, canciller en jefe, dice: me he levantado, me he alzado como el halcón de oso poderoso que sale de su huevo; vuelo y me poso como el azor cuyo dorso mide cuatro codos de ancho, y cuyas alas se asemejan a la madre de la esmeralda del sur. Surgí del interior de la barca de Sektet, y me trajeron el corazón del monte del este».